Me gusta sentir que los brazos y las manos no son sino una prolongación del corazón.
Por eso abrazar y dejarse abrazar
es uno de los gestos que más humanos nos muestra y, sobre todo, que mejor revela
lo mejor que podemos llevar dentro.
Un abrazo es siempre expresión de un pulso, el pulso de la amistad, vínculo del espíritu.
Un abrazo es siempre manifestación de un latido, el latido del amor, reclamo de la sangre.
En él, las hebras de nuestros brazos se unen en un mismo pespunte.
El abrazo es puente que me acerca a la orilla del otro, es camino que me adentra en lo mejor de mí mismo, es sendero colmado de afecto, mar de emociones, río por el que circulan silenciosas las palabras que no pueden decirse.
Todo aquello que no podemos decir y expresar cuando la boca se obstruye, cuando la emoción nos ahoga, se encauza y se libera a través de los meandros de nuestros abrazos.
Cuando las palabras faltan, y también cuando las palabras sobran, aparece el abrazo como susurro del alma.
Un abrazo es siempre palabra vertida en silencio, frase concreta y exacta, expresión precisa, verbo hecho carne.
El abrazo aproxima corazones, aúna latidos, acerca presencias, es pañuelo que enjuaga lágrimas y bandera que ondea al viento nuestra más honda alegría.
El abrazo es salud que se contagia.
El abrazo es alivio, calma, espacio sin tiempo, tiempo vivido en el espacio sagrado de lo circular donde lo tuyo es mío y lo mío tuyo porque mientras estamos abrazados, estamos en lo mismo, vivimos lo mismo.
El abrazo, en su circularidad, es pura geometría del amor, sello de comunión.
En él se secan las lágrimas frías del dolor y de él brotan tiernas las suaves lágrimas del gozo.
El abrazo es el pincel que mejor traza la línea curva de la sonrisa, es lumbre que enciende nuestros ojos y luz que ilumina nuestro rostro. En su belleza, el abrazo rehace nuestra hermosura y nos devuelve al mundo como regalo.
JOSÉ MARÍA TORO
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